martes, 24 de julio de 2012

"Los dos burros" de Bruno Traven

"Dosburros" garabato a tinta, autor: Mungasmx

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"Los dos burros" del libro: Canasta de cuentos mexicanos, de Bruno Traven
Faltando una semana para poder recoger la cosecha por la cual había yo trabajado tan duramente, se me presentaron una mañana dos hombres armados con dos escopetas.Uno de ellos me dijo que era un propietario de las tierras en las cuales había yo sembrado, y que si en veinticuatro horas no abandonaba el lugar, me haría en carcelar.
Por este contundente motivo, mis esperanzas de vivir tranquilamente en este lugar mientas reunia el dinero suficiente par acomprarlo, u otro semejante, se desvanecieron al igual que el producto de la cosecha, que valía seiscientos pesos en la plaza. El dueño del lugar la reclamó para sí sin darme ni una mínima parte. Lo único que podía recoger en tan corto plazo fueron mis aperos y mis cabras, que llevé a vender al pueblo y bien poco obtuve por ellas.
Allí me informaron que este señor antes jamás se había ocupado de esa tierra, ni le era rentarla, y que la única razón por la cual me había hecho salir de ella era porque deseaba beneficiarse de mi trabajo.

Tuve nuevamente la necesidad de recoger otros rumbos en busca de un sitio en donde establecerme y vivir en paz el resto de mi vida.
Fue así como dí con rastros de lo que seguramente había sido un ranchito. Estaba desierto y las casas habían sido saqueadas y destruidas durante la revolución. Nadie parecía hsaber de aquel lugar excepto quizá la gente que debía poseer el titulo de propiedad. Tampoco pude saber quien lo había abandonado o, en fin, a quién pagar el alquiler. No es que me preocupara mucho, francamente. La verdad es que simplemente tomé posesión.
Eso sí, todos los vecinos del lugar a quienes pregunté me explicaron que ninguno tenía interés por esas tierras, pues todos tenían suficiente y que si ocupaban más, esto sólo les aumentaría el trabajo y las preocupaciones.
En estas ruinas no quedaba un solo techo; de alló que yo viviera en el pueblo en un jacal destartalado que parecía esperar abnegadamente que algún huracán llegara a aliviarlo de sus sufrimientos.
Deseo declarar que por el jacal pagaba exáctamente la renta que por el ranchito, pero considerando el estado en que se encontraba, la renta me parecía exesivamente cara. Hay que tener en cuenta, desde luego, que las casas en los pueblos o en las ciudades siempre cuestan más caras que las del campo.
En estos contornos todos los campesinos indios poseen burros. Las familias a las que se considera acomodadas, suelen tener cuatro a seis, y ni a las más pobre les falta siquiera uno.
La dignidad de esos campesinos les obliga a montar en burro, aún cuanto tengan que recorrer sólo cien metros.
Naturalmente, esa dignidad se basa, en gran parte, en el agotante clima tropical, pues si a determinadas horas del día se tiene la necesidad de caminar diez minutos bajo el ardiente sol, es suficiente para excalmar: "Se acabó; por hoy he terminado. ¡No puedo más!"
La tierra que yo trabajaba y con ucyos productos pensaba enriquecerme rápidamente, se encontraba a cerca de dos kilómetros de distancia del jacal que yo habitaba y que, como dije antes, se hallaba en el pueblo.
Pronto empecé a sentirme humillado al ver que todos los campesinos indios montaban en burro cuando se dirigían a sus milpas, en tanto que yo, según ellos, americano blanco y distinguido, caminaba a pie. Muchas veces me percaté de que los campesinos y sus familias se reían a mis espaldas cuando me veían pasar frente a sus jacales cargando al hombre pala, pico y machete. Finalmente, no pude soportar más que se me mirara como a miembro de una raza inferior, y decidí comprar un burro y vivir decentemente como los otros individuos de la comunidad.
Pero nadie vendía burros. Todos los ya crecidos eran utilizados por sus propietarios; ya los chiquitos, de los que tal vez habría podido comprar uno, todavía no estaban lo suficientemente fuertes para trabajar.
Todos los burros del pueblo andaban sueltos sin que nadie los cuidara. Es decir, sus propietarios los debajan libres dia y noche para que buscaran ellos mismos su sustento, y cuando necesitaban alguno, enviaban a un chamaco con un lazo para que lo trajera.

Entre esos burros, hacía tiempo que yo había descubierto uno al parece sin dueño, pues nunca vi que alguien lo utilizara para cargar, o lo montara.
Esa sin duda el más feo de su especie. Una de sus orejas, en vez de estar parada, le caía sobre un lado y hacia afuera, en tanto la otra, rota quizá durante algún accidente sufrido en su infancia, le colgaba como un hilacho. Seguramente había sido sorprendido en la milpa de algún campesino, quien, enojado, debe haberle propinado un machetazo causado aquel daño que le impedía levantar la oreja.
Pero lo más feo en él rea su anca izquierda, pues tenía en ella un tumor voluminoso, que se había originado quizá por la mordedura de una serpiente venenosa, la icadura de un insecto o la soldadura defectuosa de algún hueso roto años atras. Cualquiera que haya sido la causa, su aspecto era horrible.
Tal vez, debido a su completa independencia, a su ilimitada libertad, y a su existencia de vagabundo, que quel burro era el rey despótico de sus semejantes en la región. Al parecer, consideraba de su propiedad a todas las hembras. Nada temía, y como era le más fuerte de todos, trataba brutalmente a los machos que intentaban invadir lo que en su concepto era exclusivamente de sus dominios.
Un día, dos muchachitos indios traian del bosque una carga de leña atada al lomo de un burro. La carga era demasiado pesada, o tal vez el burro consideró que era mucho trabajar y se tumbó en el suelo, y ni buenas palabras ni malos azotes lo indujeron a levantarse y a transportar la carga. Fue en esa desesperada situación cuando uno de los chicos descubrió no lejos de allí, merodeando entre las hierbas, al dichoso burro. Le ataron al lomo la carga que su propio burro, por debilidad, pereza o terquedad, no había querido llevar. El feo aguantó la carga y la llevó trotando alegremente, como si no le pesara, hasta la casa de los muchachos. Al llegar lo descargaron. Como no daba señales de  querer abandonar el sombreado lugar y parecía feliz de haber encontrado por fin un amo, lo tuvieron que echar a pedradas.
Yo regresaba de bosque pro el mismo camino tomando  por los muchachos y tenía que pasar en frente del jacal que éstos habitaban, por eso me pude dar cuenta de lo ocurrido.
Entré al jacal en donde encontré al padre de los muchachos haciendo petates.
- No señor; ese burro no es mío. Que dios me perdone, pero me avergonzaría de poseer una bestia tan fea. Créame, señor, hasta calosfrío me daría tocarlo simplemente. Parece el mismísimo demonio.
- ¿No sabe usted, don isidoro, quién será su propietario?
- Esa bestia infernal no tiene dueño, nunca lo ha tenido. No hay ningún pecador en este pueblo capaz de reclamarlo. Tal vez se estravió, o se quedó atrás de alguna recua que cruzó por aquí. Realmente no sabría que decirle. Ese animal debe tener cuarenta años, si no es que más. Da muchisima guerra. Pelea, muerde, patea y persigue a los burros pacíficos y buenos y los hace inquietos, testarudos y debeldes; pero, lo que es peor, echa a perder a toda la raza. Como le decía antes, señor, no soy su dueño e ignoro a quién pertenece, y, además, nada deseo saber aceca de ese horrible animal. En cualquier forma, creo que no tiene dueño.
- Bueno- dije-, si no tiene dueño, melo puedo llevar, ¿verdad, don Isidoro?
- Lléveselo, señor. Qué el cielo sea testigo de lo que estoy diciendo y que la Virguen Santísima lo bendiga. Todos estaremos contentos cuando se lleve usted a esa calamidad. Le agradeceremos que lo guarde y no lo deje que ande haciendo daños.
-  Perpectamente, entonces me lo llevo.
- Amárrelo bien,  porque le gusta meterse a las milpas en la noche, y eso es algo que a ninguno de nosotros nos agrada. Adiós, que el Señor le acompañe.
Así, pues, me lo llevé. Quiero decir, al burro feo. Fui a la tienda y le compré maíz. me pareció leer en su expresión agradecimiento por tener, al fin, amo y techo. Era lo bastante intelignete para darse cuenta inmediata que tenía derechos en el corral, pues simepre regresaba voluntariamente cuando iba en busca del pasto o a vistiar su harem.
Pasó una semna, al cabo de la cual, el domingo por la tarde, uno de los vecinos me visitó. Me preguntó cómo iban mis jitomates, me dio noticia de los acontecimientos que le parecían más notables; me contó que tenía necesida de trabajar mucho para irla pasando; que su hijito menor tenía tos ferina, pero que ya iba mejor; que la cosecha de maíz de este año no sería tan buena como la anterior; que sus gallinas se habían vuelto perezosas y ya no ponían como solían hacerlo, y terminó diciendo que estaba seguro de que todos los americanos eran millonarios.
Cuando me hubo hablado de todas esas cosas y cuando ya se disponía a salir, me señaló a mi burro, que masticaba con expresión soñadora su rastrojo a poca distancia de nosotros y dijo:
- Usted sabe que ese burro es mío, ¿verdad?
- ¿De usted?  No, ese burro no es suyo; él no tiene dueño. Es un animal muy fuerte; no será precisamente una belleza, pero fuerte sí que es, y vuelvo a repetirle que no es suyo.
- Está usted muy equivocado- dijo con expresión seria y voz convincente-. Ese burro es mío; por San Antonio que lo es. Pero veo que a usted le gusta y estoy dispuesto a vendérselo muy barato, déme quince pesos por él.
Un burro fuerte y sano cuesta en esa región entre treinta y cincuenta pesos, y muchas veces más que un caballo regular. Así, pues, pensé que lo mejor que podía hacer era comprar el burro a su dueño y evitar futuras dificultades.
- Mire, don Ofelio- dije-; quince pesos son mucho dinero tratándose de un burro tan feo; la sola vista de su horrible tumor produce náuseas. le daré dos pesos por el animal y ya es mucho pagar por ese adefesio. nadie, a excepción de un idióta, le daría un centavo más. Y si no quiere venderlo a ese precio, lléveselo.
- ¿Cómo podré llevarme a ese burro, sabiendo que usted lo quiere tanto? Me daría mucha pena separarlos.
- Dos pesos, don Ofelio, y ni un centavo más.
- Cometería yo un pecado mortal en contra del Señor si le vendiera un animal por dos pobres pesos.
Hacía dos horas y media que discutiamos, ya empesaba a oscurecer y, finalmente, Ofelio dijo:
- Bueno, solamente por que usted me simpatiza puedo venderselo a cuatro epsos. Esa es mi última palabra, la Santísima Virguen sabe que no peudo rebajarle ni un centavo más.
Le pagué,y Orfelio se marchó, asegurandome que estaría siempre a mis respetabilísimas órdenes y diciéndome que debía considerar su humilde casa y todas sus posesiones terrestres como mías.
No habían transcurrido dos semans cuando una tarde en que me regresaba del campo, donde había trabajado todo el día, acompañado de mi burro cargad de calabaza para alimentar a mis cabras, encontré a Epifanio, campesino también, y reidente en el pueblo.
- Buenas tardes, señor. ¿Mucho trabajo?
- Mucho, don Epifanio.¿Cómo está su familia?
- Bien, señor; gracias.
Cuando arreé al burro para que caminara nuevamente, Epifanio me detuvo y dijo:
-Mañana necesito el burro, señor; lo siento, pero tengo dos cargas de carbón en el bosque y necesito traerlas.
- ¿A qué burro se refiere?
- A ese que lleva usted, señor.
- Lo siento,don Epifanio, pero yo también lo necesito todo el día.
Sin cambiar el tono de voz y con toda cortesí dijo:
- Ese burro es mío. Y estoy seguro de que un caballero digno y educado como usted no tratará de quitarle a un  pobre indio, que no sabe leer ni escribir, su burrito. Usted es todo un caballero y no hará nunca cosa semejante. No puedo ni ceerlo, perdería la fe en todos los americanos y mi corazón se llenaría de tristeza.
- Don Epifanio, no dudo de sus palabras, pero es eburro es mío, se lo compré a Orfelio por cuatro pesos.
- ¿A Orfelio, dice usted, señor?¿A él, a se ladrón embustero? Es un canalla, un desgraciado, un bandido. Acostumbra robar leña al a gente honrada que ningún daño le ha hecho, eso es lo que acostumbra hacer ese bandolero. Y ahora lo ha estafado a usted. No tiene honor, no tiene vegüenza, le ha vendido a usted este pobre burrito a sabiendas de que es mío. Yo crié a este animal, su madre era mía también y ese ladrón de Ofelio lo sabe bien. Pero escuche usted, señor, yo soy un ciudadano honrado, pobre pero honrado. Soy un hombre decente y que la Virgen Santísima me llene de viruelas inmediatamente si miento. Ahora, sí usted quiere, puedo venderle el burro, y quedamos como buenos vecinos y amigos. Se lo daré por siete pesos, aun cuando vale más de veinticinco. Yo no soy un bandido como Ofelio, ese asesino de mujeres. Se lo venderé muy barato, por nueve pesos.
- ¿Nodijo, sólo hace medio minuto, siete pesos?
- ¿Dije siete pesos? Pos bien, sí dije siete pesos, que sea esa la cantidad. Yo nunca desmiento y jamás engaño.
Algo me hizo maliciar la presa con la que Epifanio trataba de inducirme a cerrar el trato y pensé que antes de pagarle sería conveniente que diera pruebas de sus derechos sobre el burro. Pero él no quiso darme tiempo para hacer investigaciones, me pidió una respuesta inmediata y categórica. Si era negativa, lo sentía mucho pero tendría que ir a denunciarme ante el alcalde por haberle robado su burro y no cejaría hasta que los soldados vinieran y me fusilaran por andarme robando animales.
Nos bailábamos discuentiendo el asunto a fin de encontrar una solución que conviniera a ambos, cuando otro hombre que venía del pueblo se aproximó.
Epifanio lo detuvo.
- Hombre, Anastasio, compadre, diga usted ¿no es mío este burro?
- Cierto, compadre; podría jurar por la Santísima Madre que el animal es suyo, por que usted me lo ha dicho.
- Ya ve usted, señor. ¿Tengo o no la razón? Dígame.
Epifanio pareció crecer ante mis ojos.
¿Qué podía yo hacer? Epifanio tenía un testigo que habría jurado en su favor. Regateamos largo tiempo, al caer la noche quedamos de acuerdo que fueran dos pesos veinticinco centavos. Los dos hombres me acompañaron a mic asa, en donde Epifanio recibió su dinero. Una vez que lo aseguró, atándolo con una punta de su pañuelo rasgado, se fue lamentándose de haber sido víctima de un abuso ya que el burro valía diez veces más, y diciendo que ellos habrán de ser eternamente explotados por los americanos, quienes ni siquiera creen en la Santísima Virgen y que sólo se dedican a engañar y a estafar a los pobres indios campesinos.
Al domingo siguiente, por la tarde, vagaba descuidadamente por el pueblo y por casualidad pasé frente al jacal que habitaba el alcalde. Este se mecía en una hamaca bajo el cobertizo de palma de su pórtico.
- ¡Buenas tardes, señor americano!- gritó-, ¿No quiere venir usted y descansar un momentito a la sombra? hace muchísimo calor y a nadie le conviene caminar al sol a estas horas. Está usted comprobado el viejo dicho que dice: "Gringos y perros caminan al sol,"- Y rió de corazón agregando-: Perdone,s eñor, no quise ofenderlo, es sólo un decir de gente sin educación; tonterías ¿sabe? Siéntese cómodo, señor, ya sabe que está en su casa y que estamos aquí para servirle.
- Gracias, señor alcalde- dije, dejándome caer en la silla que me ofrecía y la que difícilmente tendría veinte centímetros de altura. Empezó a hablar y me enteró de todo lo concerniente a su familia y de lo difíciles que eran los asuntos de la alcaldía, asegurandome que era más peado regir a su pueblo que a todo el estado, por que él tenía que hacer todo el trabajo sólo, en tanto el gobernador contaba con todo un ejército de secrertarios para ayudarle.
Después de escucharle durante media hora, me levanté y dije:
- Bueno, señor alcalde; ha sido un placer y un gran honor, pero ahora tengo que marcharme, pues tengo que hacer algunas compras y ver si tengo cartas en el correo.
- Gracias por su visita, señor- contestó, agregando-: Vuelva pronto por acá; me gusta conversar con caballeros cultos. A propósito, señor, ¿cómo está el burro?
- ¿Cuál burro, señor alcalde?
- Me refiero al burro de la comunidad, que usted guarda sin consentimiento de las autoridades. El que monta y al que hace trabajar todos los días.
- Perdóneme, don Ansaelmo, pero el burro de que está usted hablando es mío; lo compré y pagué por él mi buen dinero.
El alcalde rió a carcajadas.
- Nadie puede venderle a usted es eburro, porque es de la comunidad, y si hay alguien bajo este cielo que tenga derechos sobre él, es el alcalde del pueblo y ese soy yo, a partir de las últimas honradas elecciones. Soy el único que puede vender propiedades de la comunidad. Así lo ordena la Constitución de nuestra República.
Comprendí que el alcalde tenía razón, aquel era un burro extraviado, y como nadie lo había reclamado, había apsado a ser propiedad del pueblo. ¡Qué tonto había sido yo en no pensar antes en eso!
El alcalde no me dio tiempo a reflexionar y dijo:
- Ofelio y Epifanio, los hombres que le vendieron el animal, el burro de la comunidad, son unos bandidos, unos ladrones. ¿No lo sabía usted, señor? Son asesinos y salteadores de caminos que debieran estar en prisión o en las Islas; ese es lugar que les corresponde. Solamente espero que vengan los soldados, entonces les haré arrestar y procuaré que los fusilen en el cementerio sin misericordia el mismo día. Tal vez me apiade de ellos y les conceda un día más de vida. Deben ser ejecutados por cuanto han hecho en este pacífico pueblecito. Esta vez no escaparán; no, señor. Lo juro por la Santísima Virgen; sólo espero que vengan los soldados.
- Perdone, señor alcalde. Epifanio tenía un testigo que jura que el burro es suyo.
- Ese es Anastasio, el más peligroso de los rateros y raptor de mujeres, después de que abandonó a su pobrecita esposa. Además, le gusta robar alambre de púas y de telégrafo. Será fusilado el mismo día que los otros. Y recomendaré al capitan que lo fusile primero, para evitar que se escape, porque es muy listo.
- Todos me parecieron gente honesta, señor alcalde.
- Verá usted, señor; es que ellos deben cambiar de cara de acuerdo a las circunstancias. ¿Cómo pueden haberse atrevido esos ladrones a vender el burro de la comunidad? Y uested, un americano educado y culto debía saber bien qu los burros de la comunidad no pueden venderse, eso va contra la ley contra la Constitución también. Pero no quiero causarle penas, señor, yo sé que a usted le gusta el buro y nosotros notenemos ni un centavito en la tesorería, en tal caso yo tengo derecho a venderle el burro a fin de conseguir algún dinero, porque tenemos algunos gastos que hacer. Elburro vale cuarenta si no es que cincuenta pesos, y yo no se lodejaría a mi propio hermano por menos de treinta y nueve. Pero considerando que usted les had ado bastante dinero a esos ladrones, se lo venderé a usted y nada más a usted, por diez pesos, y así en adelante no tendrá más dificultades a causa del burro, porque le daré un recibo oficial con estampillas, sello y todo.
Después de mucho hablar, le pagué cinco pesos. Por fin el burro era legalmente mío. La venta había sido una especie de acto oficial.
No había, desde luego, posiblidad de que los pillso a quienes pagara con anterioridad me devolvieran el dinero.
Por aquellos días regresó al pueblo la señora Tejeda. Era una mujer vieja, astuta, y muy importante en la localidad. Era mestiza. Todos la temían por su genio violento y por su horrible lenguaje. Era propietaria del único mesón que había en veinte kilómetros a la redonda y en el cual se hospedaban arrieros y comerciantes en pequeño que visitaban el pueblo. La señora tejada vendía licores y cerveza sin licencia, pues hasta los inspectores del gobierno la temían.
Había estado ausente durante ocho semanas, porque había idoa visitar a su hija casada, que vivía en Tehuantepec.
Escasamente dos horas después de llegada, se presentó en mic asa hecha una furia.
Desde atrás de la cerca de alambre de púas gritó como si pretendiera levantr a los muertos:
- ¡Salga, desgraciado ladrón, venga, que tengo que hablar con usted y no me gusta esperar, perro tal cual, gringo piojoso!
Vacilé durante algunos segundos, al cabo de los cuales salí, teniendo buen cuidado de permanecer tan lejos de la cerca como las circunstancias me lo permitían.
En cuanto me vió aparcer en la puerta, gritó con voz chillona:
- ¿En dónde está miburro? Devuélvameno inmediatamente, si no quiere que mande un mensaje a la jefatura militar para que envien un piquete de soldados y lo fusilen. ¡Rata apestosa, ladrón de burros!
- Pero señora, dispénseme. Le ruego que me escuche, por favor, doña Amalia.
- Al diablo con su doña Amalia, gringo maldito. Yo no soy su doña Amalia. Traiga acá mi burro ¿oye? ¿O quiere que le ensarte el cuero con siete plomazos?
- Le ruego que me escuche, señora Tejeda, por favor-. Después, con una humildad con la que jamás me he dirigido ni al cielo, le dije-: Comprenda por favor, señora Tejeda; se lo suplico. El burro que yo tengo era de la comunidad, no puede se suyo; comprenda usted, señora. El señor alcalde acaba de vendérmelo y tengo el recibo debidamente firmado, sellado y timbrado.
-¿Dijo usted timbrado? ¡Al diablo con sus timbres! Por un peso podría conseguir una docena y con mejor goma que los suyos. Este alcalde es un ladrón. ¿Cómo pudo ese plagiarlo, salteador de caminos, violador de mujeres decentes, venderle mi propiedad, lo que me pertenece legalmente? ¡Burro de la comunidad!...¡Bandido de la comunidad!, eso es lo que es; ladrón de la comunidad, burlador de elecciones, asesino, falsificador de todos los documentos habidos y por haber, ¡perro roñoso!
- Pero vea usted, señora Tejeda.
- Le digo que me devuelva el burro en seguida. No se atreava a dcirme que mañana, si no quiere saber quién soy yo y en que forma trato a los desgraciados como usted.
¿Qué podía hacer con sejemante mujer? Nada. Dejé salir al burro.
Ella lo pateó en las ancas para hacerlo caminar.
Después me enteré de que a ella nada le importaba el burro, no tenía en qué emplearlo, nunca lo hacía trbaajar y jamás le daba niun puñado de maíz agorgojado.
- Esto es una vergüenza. Estoy rodeada de ladrones, de bandidos, de asesinos y rateros- gritó para que todo el pueblo la oyera, sin precisar a quién se refería, inmediatamente traté de salvar mi dinero hasta donde fuera posible. Además le había tomado cariño al burro, que me había acompañado durante las últimas semanas.
Así,  pues, para salvar parte de mi dinero y salvar al buror en un mal trato seguro, dije desde atrás de la cerca:
- Señora, por favor. ¿No quiere venderme al burro? No me cabía duda de que ella era la auténtica propietaria del animal.
- ¿Vender yo mi pobre burro a un ladrón de ganado, como usted? ¿A usted, un golfo, bueno para nada, miserable gringo? ¿Venderle a usted mi burrito? Ni por cien pesos oro y aunque me lo pidiera de rodillas. ¡Y no se atreva a dirigirme la palabra otra vez, apestoso!
Después me volvió la espalda, se levantó la ancha falda por detrás como quien termina de bailar un cancán, y se fue todavía profiriendo insultos.
Inmediatamente me dirigí al alcande. Ya él estaba enterado de lo ocurrido, pues el telefono no hace la menor falta a esa gente.
- Tiene usted razón; el burro es de la señora Tejada.  Pero ella no estaba aquí, estaba ausente, y cuando uno se ausenta muchas cosas pueden ocurrir. Como ella no estaba aquí, nadie cuidaba del burro, así que pues entonces un animal extraviado y, como tal, pertenecía a la comunidad, de acuerdo con sus derechos, leyes y reglamentos constitucionales.
- Yo no estoy enterado de sus reglamentos, lo que quiero es que me devuelva los cinco pesos que entraron en la tesorería.
El no mostró ni la más leve pena cuando dijo:
- Está usted en lo justo, señor, y tiene todo derecho a que se le restituya su dinero. Esos cinco pesos le pertenecen legalmente. Pero la verdad es que ya no se encuentran en la tesorería, se emplearon para hacer algunos gastos de la comunidad, ¿sabe usted?
Gastos de la comunidad, ¡vaya! No había visto que se hiciera reparación o construcción de alguna desde el diá que pague mis cinco pesos a la tesorería.
El alcalde se conmovió sin duda al ver los esfuerzos que hacía yo por comprender a qué gastos se refería.
Inocementemente y con una sonrisa infantil en los labios dijo:
- Verá usted, señor. Yo los necesitaba con urgencia para una camisa y un pedazo de suela para huaraches, por que los otros ya no estaban en condiciones de ser usados por un alcalde.
Nada había que oponer a su razones. Él era alcalde, y como tal, tenía que presentarse decentemente vestido, pues su presencia en harapos habría ido contra la dignidad de su puesto. Habría sido, realmente, una verguenza para la comunidad a la cual yo también pretenecía. Y el deber de todo ciudadano es guardar la dignidad de su comunidad ante los ojos del mundo. Así, pues, el alcalde había estado en su derecho al emplear mi dinero en lo que a él lepareciera más esencial para la dignidad del pueblo. Ni el más exigente comité investigador habría podido condenar por dilapidación de los dineros públicos.
El título de estecuento dice: "Dos burros". El lector se preguntará ¿y el otro burro? Pues bien, nuevamente anda en busca de algún sitio tranquilo en donde vivir, pero bien lejos de ese lindo pueblecito oaxaqueño, porque allí su reputación de robaganado y despojador de gente pobre es desastrosa.



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